Testimonio de la masacre:
Días antes del 30 de julio de 1975, el Gobierno y especialmente el Ministerio de Defensa habían estado advirtiendo por la prensa radial, escrita y televisada del país, que la anunciada marcha de estudiantes universitarios programada para ése día no debería realizarse y que "actuarían con todo el peso de la ley en contra de toda alteración del orden público". Esto se decía siempre que se anunciaba una represión usualmente sangrienta…pero, el 30 de julio esas palabras sonaban especialmente fatídicas, probablemente porque era evidente el grado de confrontación masiva que se avecinaba.
Un helicóptero militar sobrevolaba el campus de la UES. Abajo, los preparativos para la marcha eran febriles. Entrando la tarde se inició la convocatoria por medio de los parlantes instalados en las azoteas de algunos de los principales edificios del campus, por los megáfonos que portaban los encargados de la agitación e invitaciones a gritos a formar las filas de la marcha. Mantas y pancartas aparecieron. Dos filas de uno en fondo bordeando las aceras y en el centro de la calle decenas de mantas y pancartas colgadas de centenares de manos, denunciando los atropellos y represiones de la dictadura militar. Distribución de volantes, como quien suelta millares de palomas mensajeras de un solo golpe. Gradualmente, muchos estudiantes con un nudo en la garganta, un vacío en el estómago y un rostro de piedra que reflejaba indignación se fueron incorporando a la marcha. A los ojos de los tripulantes del helicóptero debimos parecernos a una concentración de las hormigas llamadas "marabuntas", solamente que era la selva salvadoreña, plagada de gorilas.
Se notaba que la gran mayoría de la gente que participaba "sacaba fuerzas de flaqueza", éramos civiles contra militares y los militares ya habían anunciado que usarían su armamento para impedir la marcha estudiantil. No se les pagaba por participar a los manifestantes, el pago podría ser la muerte, una apaleada, la comidilla intensa que invade ojos, oídos, nariz y garganta al aspirar el gas lacrimógeno o, por lo menos, la angustia eterna de quedar fichado por algún "oreja" o soplón infiltrado que remitiría la información a los fatídicos "Escuadrones de la Muerte".
La pureza juvenil tenía uno de sus mejores momentos de expresión como fuerza física, succionando fuerzas de los más puros y nobles sentimientos de justicia de la masa universitaria que se manifestaba en contra del gobierno. Creo que todos sentíamos que nos integrábamos a una marcha de protesta, con la muerte caminando y gritando a nuestro lado. Nadie esperaba premios ni estatuas por ello; el mejor premio era la confianza en que cada familia y amigos comprenderían los justos motivos del sufrimiento que ocasionaría la pérdida de un ser estimado y amado. En ese momento toda la educación familiar y moral de cada manifestante se materializaba: cada manifestante sentía que paso en la marcha era una reafirmación de altos valores de respeto al trabajo, honestidad y justicia y la entereza moral para defenderlos y difundirlos. Seguramente estos fueron los últimos pensamientos que tuvieron los compañeros y compañeras que dolorosamente murieron o "desaparecieron" durante la represión que conllevó la marcha. Ahora comprendemos cómo es que se muere sin morir, pues las fecundas vidas que fueron segadas el 30 de julio de 1975, verdaderamente se reencarnaron en la vida la Universidad de El Salvador y en el proceso democrático del país.
A los gritos colectivos de "únete", muchos estudiantes, profesores y gente que observaba la marcha se fueron incorporando. Al pasar por el edificio de la Facultad de Jurisprudencia y Ciencias Sociales, vi a un conocido político de izquierda. ahora en la palestra nacional, sólamente observándonos. No sé si él se incorporó después, pero en ése momento sentí una consecuente superioridad y la actitud de observador de él me dió más fuerzas para seguir en la marcha.
La tensa algarabía de la marcha, gritando consignas y canciones de crítica al Gobierno, hacía menos pesado el atardecer. Se nos parecía a un festejo por la consecuencia con que la Universidad de El Salvador ha defendido, defiende y defenderá la justicia y la democracia. La tensión aumentaba en la misma proporción en que nos alejábamos de la ciudad universitaria, nuestro refugio moral, intelectual y material. La sección de la marcha en que yo iba, ya había recorrido un considerable trecho desde el campus de la Universidad, saliendo por la "entrada de Derecho" y bordeando la Escuela España, y luego doblando sobre la 25 Avenida Norte, hasta cerca de la Fuente Luminosa.
El río humano comenzó a estancarse. Corrientes de personas integradas a la marcha empezaron a seguir la dirección opuesta, un signo inequívoco del peligro de la represión militar en los tramos siguientes de la ruta. Muchos decidimos continuar el rumbo de la marcha. Probablemente sentíamos que una coraza de nuestra resuelta lucha por la dignidad, nos protegía de las fricciones entre personas que se quedaban observando y otras que iniciaban un pausado o presuroso retiro. Nos fuimos acercando hasta llegar a la altura de la entrada del Externado de San José, el distinguido colegio de Jesuitas en donde recibió educación, por un tiempo, el poeta nacional Roque Dalton.
Yo pude divisar, desde ahí, un manto verde de uniformes militares tendidos, una media cuadra enfrente del Hospital Rosales. No distinguí a esa distancia si eran soldados o Guardias Nacionales. El temor civil era especialmente punzante cuando se trataba de Guardias Nacionales. La Guardia Nacional era un cuerpo selecto de represión fogueado en el "mantenimiento del orden en el campo". Adquirió un gran desarrollo después de la represión de 1932. Autoritarios y arbitrarios...la gente decía con humor negro que los guardias nacionales mataban primero y después preguntaban, expertos en golpes y tiros, iniciaban capturas hasta por malas miradas y dudaban de todo ciudadano; a falta de "esposas" ataban los dedos pulgares de los campesinos y civiles detenidos con "cordeles" o pitas hasta que los dedos se pusieran morados. La Guardia Nacional era más temida que el mismo Ejército, pues estaban físicamente y moralmente preparados y seleccionados para reprimir de la manera más cruel e insensible. Este cuerpo de represión desapareció con los Acuerdos de Paz firmados en 1992.
Al observar el tapón verde bloqueando la ruta anunciada de la marcha estudiantil, la masa manifestante frenó. En la punta la marcha comenzó a convertirse en un gran racimo de gente, que se desgajaba poco a poco y buscaba otras salidas. Y un grupo desvió la ruta en el llamado "paso a dos niveles", enfrente del edificio del Instituto Salvadoreño del Seguro Social, ISSS. Pero fue ineludible el choque, pues los militares también bloquearon la ruta alternativa que siguió la marcha.
"Mantengámonos unidos" gritaba un profesor universitario en la bifurcación del paso a dos niveles, agitando las manos para animar a los indecisos a unirse con el grupo que iba a la cabeza de la marcha y que se encontraba aislado enfrente de los soldados. "No dejemos solos a los compañeros que van adelante", "no dejemos que nos separen", agregaba el profesor. Me pareció consecuente el llamado de mantenernos unidos y no dejar que aislaran a la cabeza de la marcha y me desprendí con un grupo, corriendo por la bifurcación del paso a dos niveles y gritando a todo pulmón, junto a mis compañeros y compañeras, "U…U…U…U…", hasta acercarnos al grupo que encabezaba la movilización.
Nos habían cercado. Los soldados habían cerrado la calle, sin ceder, por donde debería continuar alternativamente la movilización y los soldados que estaban enfrente del Hospital Rosales se dirigieron hacia el inicio de la bifurcación del paso a dos niveles. El profesor y yo nos contábamos entre los manifestantes que quedamos enfrente de los soldados, atrapados. Los rostros de piedra de los soldados eran expresión de su disciplina militar, de la humillante dureza con que toda dictadura militar educa en el "arte" de la represión. En los soldados se reflejaba una determinación brutal para repelernos a toda costa. No sabíamos en qué momento usarían sus fusiles...conforme gritábamos, la tensión entre ellos y nosotros aumentaba. Aquellos segundos y minutos nos parecen suspendidos en el tiempo.
Estallaron disparos y un coctel molotov. Y se armó la de Troya. Los fusiles en manos de los soldados, que ya tenían un ángulo de menos de 45 grados dirigidos contra nosotros, empezaron con disparos al aire, pero a cada tiro, los soldados bajaban más el punto de mira de los fusiles, hasta apuntar y disparar directamente en contra de los manifestantes. "Nos están disparando" le comenté a mi amigo profesor. "No se preocupe que son balas de salva", me respondió. "No son de salva" le refuté. Me pareció que el sonido de las balas de plomo, era diferente...más sólido y "seco".
Enmedio de un intenso traqueteo y humazón, se divisiban como sombras del futuro estudiantes que corrían y caían. El tiroteo se iniciaba a unos tres metros, enfrente de nosotros, dimos la vuelta y yo salí corriendo en sentido contrario a donde provenían los disparos. "No corra que es peor", me dijo el profesor. Como impactado por un rayo clavé mis plantas en el pavimento y pensando en lo peor, una ráfaga por la espalda, me sentí muy sereno, una amalgama de tranquilo y temerario, como ya lo he experimentado en otros momentos cruciales, tensos y decisivos de la vida. Parcimoniosamente viré mi cabeza hacia la izquierda. Parapetado en un poste de la esquina, divisé a un soldado que me apuntaba con su fusil…a punto de dispararme, creo. Por un instante no escuche la "tronazón" ni olfateé la humazón. Solo tenía oídos y nariz para el silencio y el olor a muerte. A pesar de la distancia y el caos, pausadamente le busqué la mirada del soldado, con una mirada seria, de reclamo, miré a la distancia sus ojos y su rostro. Nos separaban unos siete u ocho metros. Me le quedé viendo fijamente. No recuerdo que la mirada mía estuviera inspirada en el temor, sino en la seguridad personal, exigiéndole, simplemente, que no me matara, con mi rostro adusto.
Hay una especie de seguridad personal que se fundamenta en valores de justicia social y que le imprimen a las personas una serenidad, energía, seguridad y hasta cortesía y "don de mando", en los momentos cruciales. El rostro del soldado, de tez blanca (por lo que se me antojó que era oriundo de Chalatenango, departamento bello y heroico, con una población que acusa el predominio español en el mestizaje) de golpe se puso rojo, como un fósforo y de golpe, también se encendió de pálidez, se puso blanco como un papel. Cuando lo vi pálido, me sentí confortado, imaginé que había calado por un momento infinito en su conciencia y que comprendía que lo que hacía no era justo, que no debía matarme. Me parecía una consecuencia lógica de la superioridad con que se siente una persona encarnando los valores de justicia. Y gradualmente, como un ser de metal, robotizado, pero sintiéndome con el alma de un ser humano supremo, un gran señor, reprimido pero con mucha dignidad, volteé mi cabeza y empecé a caminar pausadamente, a la par del profesor. Recordé las aflicciones de mi infancia cuando sentía "dormida" la cadera de la pierna derecha como presagio a las inyecciones prescritas en el tratamiento médico. Solo que esta vez esperaba ser cosido a balazos por la espalda.
Parece que a todos nos ocurre que no recordamos con tanto detalle actividades que ha desarrollado por días y por meses. Cómo guardamos en la memoria detalles de los momentos decisivos de la vida! La pausada atravesada de una calle, el 30 de julio de 1975, la recuerdo con más detalle. Más que, por ejemplo, que un par de tensas caminatas que hice en el Volcán de San Salvador. En esa pausada caminata, que debe haber durado unos dos o tres minutos, recuerdo haber visto a quien posteriormente sería la Comandante Nidia Díaz, como protegiéndose de gases lacrimógenos, cerca de una pared. Y a otro compañero, que se me acercó, con un rostro, mezcla de incredulidad y terror, gritándome…"Nos están matando". Quizás el compañero esperaba que yo hiciera algo, pensé. Mi impotencia y estupefacción ante lo que estaba sucediendo, sólamente me produjo una mueca. Y recuerdo a otros compañeros que saltaban por el techo de un edificio, enfrente de nosotros. Ya ni me acordaba del soldado que me apuntaba, porque la miríada de mortales, intensos, estruendosos y humeantes sucesos desviaban a cada segundo la atención de todos.
Calle de por medio, desde donde se parapetaba el soldado que me apuntó, había una casa convertida en un comercio en donde se vendía instrumental odontológico; en las escaleras de una especie de sótano de esta casa, sumido a medio cuerpo, estaba un compañero a quien yo le había solicitado que se incorporara a la marcha. Este compañero era también un profesor de secundaria en un centro de enseñanza de una zona obrera en donde yo también daba clases. El profesor de la Facultad de Economía y yo nos acercamos hacia él. "Tengo esquirlas en una pata", nos dijo. "No puedo caminar", agregó. "Esperate" le dijimos. Y el profesor y yo le hicimos una improvisada silla con nuestros brazos y lo sacamos "chineado" por la cuadra no cercada militarmente, esa que termina en la esquina nororiente del Hospital de Maternidad. Al llegar a la esquina, un ciudadano visiblemente indignado y solidario, a bordo de un microbús que tenía "logos" de una reconocida empresa, nos dijo con tono de indignación: "los han reprimido…¿verdad?". "Sí hombre", le contestamos. "Déjenlo conmigo, yo lo llevo al Hospital", solicitó. Así introducimos al compañero baleado en el microbús. Días después encontré al compañero, recuperado, y pensé que alguno de nosotros debió acompañarlo para asegurarse del ingreso al Hospital.
"Vamos a ver si hay otros compañeros que necesitan ayuda", me dijo el profesor, después de dejar a mi compañero en el microbús. Yo me sentía agotado y preocupad, como si mi vida hubiera estado en un hilo. Pero pensé que el profesor tenía razón, que probablemente otros compañeros necesitaban de nuestra ayuda, y caminamos, en torno a la manzana del Instituto Central de Señoritas, y regresamos a la esquina, en donde estuvo apuntándome el soldado. Ya no estaba el cerco militar.
En la calle se observaban inmensos charcos de sangre, zapatos desperdigados; en los alrededores, gente estupefacta con mirada de indignación y dolor. Un camión del Ejército corrió sobre la calle que hacía unos minutos estaba bloqueada militarmente. El camión militar iba con el toldo descubierto en la parte trasera, raudo en dirección oriente enfrente del edificio del Seguro Social ante la mirada de decenas de personas. El toldo descubierto permitía ver el terrible "cargamento": eran estudiantes "sentados" a las orillas de la cama del camión, con la cabeza caída, tambaleándose, muchos de ellos seguramente habían encontrado la muerte durante la reprimida manifestación o la encontrarían después en las instalaciones militares. Hurgando con ansias dirigí mi vista hacia el interior del camión para tratar de reconocer a alguien, alcancé a divisar la motocicleta de Jaime Baires, amigo mío, un profesor graduado en Francia y que en esa oportunidad afortunadamente, abandonó la motocicleta en la confusión del tiroteo. Unos años después, Jaime Baires aparecería asesinado, bañado con ácido, según reportaron.
Zapatos tirados, charcos de sangre, eran los mudos testigos del dolor y del terror, de la muerte…del pago de la pureza en los ideales, de la entrega social, del coraje y de la determinación de un movimiento estudiantil. Esa tarde y en la noche, no se por qué motivos no dejaban de retumbarme en la cabeza las notas de la Novena Sinfonía de Beethoven que aprendí a escucharla atentamente a instancias de mi padre, quien me explicaba destacando el profundo valor humano de la composición. Sentía que la escuchaba en el mas allá, en el futuro.
Murieron muchos compañeros. Aunque no existe una cifra oficial, se asegura que fueron cerca de 50 los que murieron o desaparecieron. Entre los muertos, el Gobierno solamente reconoció al estudiante Roberto Miranda; era un compañero muy interesado en la investigación científica, lo conocí personalmente porque solicitaba mi asesoría para investigaciones sobre el movimiento campesino. Después me enteré que también era poeta al publicarse algunos de sus poemas en un periódico de la Universidad. El velorio de Roberto Miranda se realizó en Soyapango, una zona de creciente industrialización, considerada por ésa época como "el corazón industrial de Centroamérica". Como un modesto recuerdo por su ejemplo, le dediqué a Roberto Miranda, mi primer trabajo de investigación publicado en la Revista Economía Salvadoreña.
Los sucesos del 30 de julio de 1975 deben recordarse siempre como una de las grandes batallas por la libertad y la democracia en El Salvador. Fué una de las tantas grandes contribuciones de la UES al proceso de construcción de una nueva sociedad democrática en El Salvador. El Ministro de Defensa era el Coronel Carlos Humberto Romero, posteriormente derrocado en 1979, siendo Presidente.
Ha pasado más de un cuarto de siglo, hay dolores y esperanzas eternos, y para recordar esta deuda con quienes nos permiten seguir soñando en un futuro mejor, ahora la vía se llama "Mártires del 30 de Julio".
Tomado de El Trompudo (Blog sv)
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